miércoles, 18 de junio de 2008

Pollito: una anécdota familiar

El Día del Niño de 2007, mientras los niños celebraban su Día en escuelas y colegios, mi hijo Jonatán (de 12 años hoy) se ganaba un pollito en una tómbola escolar.
No era la primera vez que mis hijos regresaban con pollos de la escuela, pues hacía unos años me habían preguntado si podían llevar unos pollitos a su apartamento. No puse objeción y su madre tampoco lo hizo. De manera que tres pollos fueron acogidos en la familia, y después de crecidos fueron llevados a la casa de una amiga.
El pollito ganado por Jonatán era un caso diferente. Ese día del premio, los mellizos (Jonatán es mellizo con David) estaban rebosantes de contento por el pollito, y lo metieron en una bolsa para transportarlo. Con todo, David lamentó no haber ganado un pollo. Al subir al auto, dije a mis hijos que soltaran al pollito en el piso para que piara y se alimentara.
Pasaron días y semanas, y Pollito (así lo llamaba su dueño) creció; y junto con un conejo, unos pececillos y una perrita contribuía a la alegría del hogar.
Una noche, la mamá de mis hijos me llamó y con triste voz manifestó que Jonatán y David lloraban desconsoladamente porque Pollito había sido golpeado por la puerta de la cocina y estaba moribundo. Mientras me mudaba de ropa para ver qué pasaba, un zarpazo de sentimientos y emociones encontrados me llevó a una escena en la cual lloraba mis periquitos que un hambriento gato había devorado. De ellos solo quedaron pocas plumas como recordatorio. Créeme que eso fue devastador para mí. De modo que sabía perfectamente bien lo que sentían los mellizos, especialmente Jonatán, dueño del pollo. (Quizá para alguien sea una tontada contar y escribir sobre un pollo, y hasta pensará que el problema se habría solucionado comprando otro. Uno de los terribles errores que los padres cometemos con los hijos es no validar correctamente sus sentimientos y emociones y abandonarles física y afectivamente, criándose nuestros hijos como niños huérfanos de padres vivos)
Al llegar al apartamento de mis hijos, encontré a Jonatán llorando a lágrima viva y a Pablo (14), mi hijo mayor, contemplando y abanicando al desdichado pollo. Lo primero que hice fue abrazar a Jonatán y preguntarle qué pasaba. Sabía lo que sucedía, mas quería oírlo de él. Entre llantos y sollozos me contó lo que su madre ya había narrado a través del teléfono.
Miré al pollo; se veía muy mal. Estaba más muerto que vivo. Mi mente naturalista me dijo que no sobreviviría e intenté preparar a mis hijos para lo peor. Me equivoqué. Mientras trataba de consolar a Jonatán, David salió del cuarto llorando. De pronto Pablo exclamó que el pollo estaba vivo. La mamá de mis hijos dijo que David se había arrodillado a orar por el pollo. “¡Ridículo!”, gritan la creencia naturalista y el creyente racionalista.
Contra los diagnósticos, el pollo sobrevivió; los mellizos lo atribuyeron a un milagro. Decían que Dios había escuchado sus plegarias. Cierto o no, el pollo se recuperó gracias al cuidado de los niños y a las sugerencias que una veterinaria nos diera a Jonatán y a mí.
Los días pasaron... y el 20 de agosto me llamó de nuevo la mamá de mis hijos, comunicándome que Jonatán por accidente había atropellado a Pollito con un carrito que montan los niños más pequeños.
En efecto, Pollito estaba muerto y Jonatán lloraba a cántaros. Traté que el chico no se sintiera culpable, y en medio de todo sintiera mi consuelo, amor y empatía. En ningún momento le insinué reprimir el llanto, sino que convalidé sus emociones y le animé a expresar su dolor. Tampoco le insinué comprar otro pollo por no querer herir sus sentimientos.
La tarde del 20, los mellizos y yo fuimos a enterrar a Pollito; Pablo no había regresado del colegio. Camino al entierro, Jonatán advirtió: “de ahora en adelante no tendré más mascotas tan frágiles”; se refería a la vulnerabilidad de los animales pequeños.
Después de cavar para enterrar a Pollito, le pedí a su dueño que lo colocara en la excavación. Me partió el alma lo manifestado por Jonatán al exteriorizar el profundo cariño que tenía al pollo. También me preguntó: “Papá, ¿los pollos van al cielo?”. Le respondí no saber; que la Biblia no dice nada al respeto. (A solas con mis pensamientos y meditando en la pregunta de mi hijo, recordé que la Biblia revela que en la Nueva Jerusalén habrá animales, pero las bestias salvajes no harán daño ni al niño de pecho, y morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará) Mas sabía que los humanos tenemos la opción de ir o no a tan hermoso y placentero lugar. Además, aseveré a mis hijos que esto era una lección para que viéramos la brevedad, unicidad y fragilidad de la vida. Pero que los cristianos tenemos fe y esperanza de que nos reencontraremos con nuestros seres queridos, donde habita Jesús. (Si la creencia y convicción del cielo es perversa como creen algunos incrédulos, más tóxico y brutal es asegurar a los niños que “la vida se acaba al morir” basado no en reales evidencias científicas sino en especulaciones filosóficas)
Al ver la tristeza y el amor de mi hijo por su muerto y sepultado pollo, las lágrimas brotaron y quedamos llorando los dos por Pollito, el pollo que el Día del Niño vino a formar parte de la familia y del corazón de tres niños.
A la fecha, mi hijo Jonatán sigue visitando el lugar donde enterramos a su mascota Pollito. Ello me enternece por ver que un niño pequeño tiene sentimientos tan nobles como recordar y seguir queriendo a un animalito para muchos tan insignificante como un pollo.


(Nota: Esta anécdota la escribí el 22 de agosto de 2007 en memoria de Pollito, la mascota de mi hijo Jonatán Eliseo; y aparece en la tercera edición de nuestra obra El origen del sufrimiento: cómo trascender el dolor para vivir en plenitud y no fracasar en el intento)